Hambre emocional: un efímero y dañino oasis de felicidad

La conocida como “hambre emocional” consiste en la ingesta de alimentos como respuesta a ciertos sentimientos, normalmente negativos, y en pos de una gratificación huidiza. Este artículo te ayudará a reconocerla y, esperemos, a evitarla  

Tradicionalmente, cuando alguien comía mucho, se solía decir que, a esa persona, pareciera que se le hubieran juntado el hambre con las ganas de comer. En los últimos años, además, se viene observando entre la población de los países más occidentalizados un nuevo motivo para comer de forma más o menos desaforada: las emociones. Normalmente se trata de emociones negativas, pero en algunas ocasiones este comportamiento también se observa ante emociones positivas (¿acaso no son típicas las comilonas en el marco de las celebraciones?). El tema es inquietante ya que, a pesar de no estar descrita como un trastorno de la conducta alimentaria (como sí lo están la anorexia nerviosa, la bulimia o el trastorno por atracón), también es cierto que el “hambre emocional” puede ser la puerta de entrada a estos otros trastornos, en la medida que facilite el uso conductas compensatorias y ciertos sentimientos de culpabilidad y frustración.

Antes de seguir es preciso reconocer que, en inglés, a esta conducta se la conoce como ‘emotional eating’, una expresión que en su traducción literal (ingesta emocional o a causa de las emociones) define mucho mejor la situación. Es decir, hambre, lo que se dice hambre no hay, lo que sí se produce es una ingesta condicionada por ciertos sentimientos. Así, y si dependiera de mí, un servidor se referiría a estas cuestiones como “ingesta emocional”.

La historia detrás de comer según los sentimientos

Descrita de forma más o menos difusa en la década de los 80, se contrastó que cada vez más personas respondían a una cierta ingesta compulsiva de alimentos fruto de su frustración, nerviosismo, ansiedad, tristeza, etcétera. En este contexto de finales de siglo XX y comienzos del actual el frenético ritmo del día a día, las crecientes cargas laborales y familiares, las agendas interminables, las crisis económicas y un sentimiento general de insatisfacción han propiciado que cada vez más personas busquen refugio en el consumo de productos que les reporten un especial placer. Un placer que ellos controlan y con el que, de alguna manera, hacen frente a los sinsabores cotidianos. Tal es así que la reciente COVID19, y en especial el confinamiento global asociado, propició un importante hito a la hora de visibilizar esta conducta que, en cierta medida, se generalizó de forma importante. Ya no sorprende saber que aquella etapa cursó con un importante aumento del peso de los ciudadanos, en el que el empeoramiento de sus hábitos de vida -referidos a la elección de alimentos y de actividad física- desempeñó un papel destacado. No creo necesario recordar con demasiado énfasis el estrés que para la mayoría de personas supuso la pandemia y las innumerables ocasiones que se acumularon para dar rienda suelta a la “ingesta emocional”.

El peligroso círculo vicioso

Sin perder la perspectiva de que es natural y saludable sentirse más cómodo y reconfortado tras haber comido frente al estar hambriento, la “ingesta emocional” da un paso -o varios- más allá, de tal forma que la relación con la comida se torna en cierta medida tóxica. Ya no se come por una mera necesidad fisiológica con su necesaria cuota de placer, sino que se buscan ciertos productos (normalmente con un perfil nutricional insano) que nos sirvan para huir o negar las situaciones que nos provocan incomodidad. Además, lejos de centrarse en la mesa o en las comidas estandarizadas, la “ingesta emocional” se centra en productos de picoteo, snacks dulces o salados, refrescos y lo que es aún peor, las bebidas alcohólicas.

Ante este panorama, el riesgo de sentirse culpable por haber seguido un comportamiento inadecuado en la elección de alimentos es, en cierta medida, probable. Culpabilidad que suma más tristeza y sentimientos negativos a los que ya se tenían. Todo un problema. Al final, dar respuesta al “hambre emocional” viene a ser como añadir gasolina al fuego con el fin de apagarlo.

Cómo afrontar las “ingestas emocionales”

El primer paso consiste en darse cuenta de que esa relación con la comida es tóxica, no es sana y, por tanto, es necesario cambiarla. Es posible que haya que solicitar ayuda especializada. Y no, en este caso los profesionales de referencia no son los dietistas-nutricionistas; recuerda que es una situación derivada de la mala gestión de nuestros problemas, de cómo los asumimos y de qué consecuencias conllevan. En este caso, son los profesionales de la psicología los que mejor nos orientarán a la hora de gestionar nuestras situaciones laborales, de pareja… o cualquier otra que nos genere estrés.

Como una medida bastante secundaria, muy por detrás de lo ya comentado, conviene anticiparse a esas posibles situaciones de “ingesta emocional” y, ya sea en casa, en el trabajo o donde quiera que nos hayamos dado cuenta que sucedan y, entonces, no tener al alcance de la mano esas pésimas elecciones de picoteo. Llegado el caso, y aun sabiendo que no se come por “hambre” y sí como un reflejo de nuestros sentimientos, siempre será mejor disponer de elecciones más saludables como las frutas.

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